Mensaje de Bienvenida

¡Hola a todos!

Iniciamos esta nueva aventura acompañados de dos grandes amigas que iremos conociendo a lo largo del curso. ¿Os las presento?. Son Lengua y Literatura. Lo primero que haremos, además de aprender muchas cosas, es personificarlas.
¿ Recordáis lo que era una personificación?...

05 julio 2011

Continúa "Pacto"



Literatura os deja también nuevos capítulos de Pacto.

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VI. Gabriel
El compañero de María era hijo de Carlos y Eva. Un matrimonio comprometido, cumplidor y feliz. Conformaban un hogar de verdad: corresponsabilidad y sinceridad; ayuda, respeto, cariño… Resumiendo, amor. En muchos casos se recoge lo que se siembra y éste era uno de ellos. Tanto Gabriel, como su hermano menor Miguel, gozaban de este magnífico ambiente familiar. Una educación exquisita que trasladaban en todas sus manifestaciones. Raro era el día que sonaba una palabra más alta que otra o que un feo gesto terminara una discusión.
La religión también formaba y tenía un lugar preeminente. No sólo practicantes de misa todos los domingos, sino que estaban involucrados con asociaciones de caridad.
Algunas veces me pregunté por qué no comenzar la inseminación por almas de esta clase. Si atacas a alguien bueno y lo vences, tienes más recompensa ante el Maligno que si lo haces con un sinvergüenza. Pero, ¡más se sabe por viejo que por diablo! Y yo sé muy bien lo que digo. Un arrepentimiento supone que la conquista nunca se produjo, que había un resquicio de divinidad dentro de la persona. El desenlace es fatal: todo el ataque se va al garete, la red establecida de corrupción se resquebraja y puedes ir despidiéndote del plan. Por eso tenemos el dicho: “no quiero buenos corderos, que otros vendrán a comer a mis manos”.
Además de todas las excelencias que he comentado, Gabriel era un magnífico estudiante y mejor compañero. Tenía razonamientos sui géneris que sorprendían a profesores y a colegas. Además solían ser clarificadores, no peliagudos y con escasa lógica. Esto provocaba muchas envidias al tiempo que admiración. Recuerdo muchas anécdotas de clase, por ejemplo una reciente cuando estudiaban sucesiones. Uno de los chicos del grupo, Luis, trajo un problema que había rebuscado en libros distintos al que tenían en matemáticas. Su idea era destacar en cualquier oportunidad, porque no soportaba que otros se llevaran los honores. Si, encima, el que sobresalía era Gabriel, entonces se enojaba mucho más. Gabriel era consciente de lo que pasaba por la cabeza de Luis pero procuraba no molestarse demasiado, prefería mantenerse al margen. Concretamente, Luis planteó el siguiente: dada esta serie numérica, hay que encontrar los restantes términos indicando la ley de construcción:
1
11
21
1112
3112
211213
El profesor dio tiempo a que pensaran la sucesión a la vez que él trataba de averiguarlo. Luis tenía la arrogancia por semblante. Como en algunas ocasiones le salía rana el experimento de salir glorioso, le molestaba que se dilataran en la respuesta. La clase terminaba y la campana venía en auxilio de todos, incluido el mismísimo profesor.
—Como es la hora, y el ejercicio de Luis no es sencillo, mañana intentamos resolverlo. ¿Vale? Pensadlo en casa.
—Pero, don José Antonio, eso es mucho tiempo —dijo Luis totalmente defraudado.
—Ya no tenemos margen para verlo en condiciones. ¡Luis, por favor!
En ese mismo momento Gabriel levantó la mano y dirigiéndose a la pizarra cual un espadachín dijo.
—Ya está, es muy fácil. Un uno… dos unos… un uno y un dos… tres unos y un dos… dos unos, un dos y un tres. La siguiente sería 312213.
Nadie terminó de entender cómo se confeccionaba menos una persona, Luis.
En los pasillos comentaban los dos hechos. La capacidad de Gabriel y el cabreo supino de Luis. En un segundo plano quedaba la resolución del problema.
—¡Qué tío, macho! Lo has dejado planchado.
—María, no era mi intención, pero ya sabes cómo se pone Luis conmigo.
—Ya sé que no eres un arrogante. De lo contrario no hablaría contigo.
Simultáneamente le daba un pequeño empujón en el brazo con su hombro tratando de expresarle su admiración y apego.
—¿Te digo una cosa? No lo soportaría.
Cada vez les era más difícil ocultar sus sentimientos. Todos estos roces habituales dejaban en ambos un regusto de placer y de vergüenza disimulada. Estaban a punto de iniciar una relación menos pública, resguardada a los ojos de los demás. Sólo para ellos. Una nueva etapa que dijera adiós al exclusivo compañerismo. Desde luego era el deseo mutuo, pero ninguno se atrevía a dar el primer paso: una por timidez y otro por recato.
El padre de Gabriel, Carlos, trabajaba de ingeniero técnico en Mansa. Tenía de jefe a Hugo. Eva trabajaba de periodista en el diario provincial: escribía una columna de política.
Muy modositos todos. Si la gente fuese así mi jefe pasaría al INEM. Intelectualmente hay que conseguir que la religión derive en ideología. Ésta crea sus nuevos ídolos y liturgia, fanatismo y sectarismo, desde donde es sencillo embaucar a la masa. Así el enfrentamiento sería más cómodo. El campo intelectual es factible. La fe no tiene rival, es inexpugnable. Su único enemigo es ella misma. Es más difícil la objeción moral que la racional.
En otros tiempos, la utilización torticera de la religión creaba monstruos y permitía actuar contra estos personajes. Hoy en día son núcleos muy pequeños los que proliferan. Incluso desacreditados desde su nacimiento por la mayoría de las gentes. Además, tan dispersos y contrarios que, no permitirían una unificación por la causa.
Por otro lado, hay un error extendido en creer que el aumento de ateos y agnósticos favorece mi labor. Éstos se agarran a la ética y moral, que ellos llaman natural, como a un clavo ardiendo. ¡Ingenuos! Desconocen la procedencia real de esa semilla.
Vuelvo a caer en el mismo razonamiento. No queda otra vía por donde atacar. Por eso a Gabriel nunca en mi vida lo hubiera elegido para empezar la inseminación. Ni mucho menos lo desearía como adversario de mis acólitos. La fe mueve montañas, y vaya que si las mueve, maldita…
VII. La nueva vida en casa
No estuvo ni cuarenta y ocho horas en el hospital. Tal fue la recuperación que simplemente le recomendaron reposo y un analgésico. Justo al llegar a casa, cuando se estaba tumbando en la cama, llamaron a la puerta. Era el conductor de la furgoneta que venía a interesarse por Rebeca. Hugo lo despachó rápidamente diciéndole que estaba bien. Que en pocos días se restablecería completamente. Él trató de reconstruirle el accidente:
—No sé lo que ocurrió. De repente el coche se giró sin mover el volante y golpeé a su mujer. ¡Fue brutal! Sinceramente, creía que la había matado.
—¡Tranquilícese!, está bien. No fue para tanto. De todas formas se subió a la acera.
—Sí. Por eso le digo que no lo entiendo. No iba deprisa ni despistado, no sé…
—Bien, me imagino que el seguro se hace cargo de todo y ya está. Sólo le puedo decir que esto no es plato de buen gusto.
—Ya, ya, por eso he venido. A interesarme y disculparme. De verdad que es como si algo extraño hubiera torcido el volante. ¡Yo no lo hice! Se lo juro.
—Vale, vale. A mí no me jure nada. Yo le diré a mi mujer que usted ha venido. Déjeme un teléfono por si hay algún fleco que solventar y…
—Sí, por supuesto. Le doy una tarjeta de la empresa. Tengo un comercio familiar por el centro. Tome. Y gracias por todo. Buenos días y que se mejore.
—Adiós, adiós —dijo cerrando la puerta.
Adiós, so imbécil, pensó cuando empezó a mirar con absoluto desprecio la tarjeta. La tiró encima de un velador del salón.
Subió al dormitorio y encontró a Rebeca dormida. Boca arriba con las manos entrelazadas sobre el tórax. Lo mismo que las esculturas mortuorias. Hasta su semblante era marmóreo y frío como el hielo. Solamente la pequeña veta granate de la nariz contrastaba en la sepulcral estampa. Salió de la habitación y bajó a sentarse en el salón. Hizo una pequeña reconstrucción de lo ocurrido y puso fin al contemplar que todo estaba prácticamente como antes. La normalidad se imponía, y, en todo caso, él correría con el sacrificio que hubiera que hacer. En su interior, casi se convencía de que el pacto lo había firmado por salvar a Rebeca, cuando en verdad lo sellaba por él, justo para no perderla. ¡Valiente crápula egocéntrico! Se miró la mano izquierda y certificó lo que había pensado.
Cogió de nuevo la tarjeta con escasa curiosidad y mucho asco. La contempló:

COMERCIO TEXTIL: “ CORTE NUEVO ”
C/ COMERCIAL, 13. Bajo.
TORREBRISA 32642
Tf: 666 313 999
Dijo: “Se pensará que voy a ir alguna vez a comprarle algo. Ya puedo estar desnudo que no se me ocurre acercarme a esa tienda zarrapastrosa”.
Guardó la tarjeta en un cajoncito que tenía la mesita de apoyo y decidió llamar a la empresa para comunicar la nueva situación: la vuelta a la normalidad. Después se puso a trabajar mientras hacía tiempo a que llegase María. Por cierto, la casualidad de los números de la tarjetita, 13; 3 por 2, 6, 4 más 2; y finalmente ese teléfono, me recuerdan que soy casi perfectamente malévolo, esencialmente perverso.
Cuando María llegó del instituto el padre había preparado una comida de emergencia. Más que elaborar, había pedido unas ensaladas y unos filetes de pechuga con patatas por teléfono. Puso dos mantelitos individuales y los cubiertos. Todo parecía perfecto, salvo la silla vacía donde se sentaba Rebeca.
—Está durmiendo desde que llegamos. Hará unas tres horas. Sí, sobre la una. Debe estar agotada. Ten en cuenta que el golpazo por un lado y el traqueteo en el hospital por otro…
—Ya, papá. Pero el vernos ahora los dos solos, aquí, comiendo, y sabiendo lo que ha pasado, me hace sentir rara. Tú, ¿tú pareces tan normal?
—¡No, hija! Pero si piensas lo que podría haber ocurrido lo entenderás.
—Sí, será eso. Yo veo el momento y tú miras más allá. Papá, ahora necesitaremos que Virginia venga más tiempo a la casa. No sólo para la limpieza, sino para hacer la compra y la comida.
—Veo que te estás convirtiendo en una mujercita. Controlas todo, menuda gobernanta. La verdad es que no había pensado en eso. Tengo tantas ganas de que tu madre se recupere que casi la veo ya llevando el timón. Pero sí, la llamaré y no creo que haya problemas. De hecho, ahora recuerdo que cuando fue al hospital, me dijo que contáramos con ella para lo que hiciera falta. Ya sabes que se lleva muy bien con tu madre y con vosotros.
—Muy bien. Entonces ya está. A ver si cuando vuelva Pedro podemos hablar con mamá. ¡Eh!, la ensalada estaba buena. Incluso la pechuga, pero ¡qué asco de patatas fritas!
—Lo tendré en cuenta la próxima vez. Come algo de fruta, ¿no?
—Espero que no haya próxima vez. No tengo gana.
Se puso a recoger los platos y los metió en el lavavajillas. Hugo se fue a trabajar a su despacho: una sala en la parte delantera de la casa justo a la derecha de la puerta de entrada. María se fue al salón. En un cuarto de hora llegaría Pedro. Casi todo estaba como antes. La diferencia esencial estaba echada en la cama.
VIII. Visita inesperada
Por la tarde de aquel jueves, Rebeca había despertado de su macabro sueño. No se prodigó en absoluto. Se limitó a decir que le dolía la cabeza y que no recordaba nada de lo que había sucedido. La natural convalecencia no alertaba nada impropio. Sus dos hijos la besaron y soltaron alguna lagrimita. Suficiente para tranquilizarse. Sí es cierto que Rebeca no se compadeció en ningún momento, pero esa melancolía inducida por mis artes, pasó desapercibida para ellos. Además, el padre, que tampoco era consciente del nuevo estado de su esposa, alivió la situación apremiando a los niños para que se marcharan y dejaran descansar a su madre.
Adentrándose la tarde, próximas las ocho en punto, llamaron a la puerta. Salió Hugo a abrir, que estaba más próximo.
—Hola. Venía a interesarme por su mujer.
—Hola Gabriel. Qué tal, pasa, pasa —una vez que había entrado en el recibidor, siguió hablando—. Está bien. Se despertó hace un rato y todo va mejor. Está cansada y le duele la cabeza, pero es lógico después de lo que aconteció. Espera, siéntate que voy a avisar a María. Oye, gracias por preocuparte.
En ese momento se alteró la temperatura de su pulgar y le quemó como si tuviese lava en vez de sangre. Comprendió que había expresado un buen sentimiento hacia otra persona ajena a su familia y que lo tenía prohibido.
A los pocos segundos bajó María de su cuarto, cabriolando por las escaleras, hasta que se presentó en el salón. La alegría se reflejaba en María de manera clara y exuberante. Gabriel con media sonrisa le dijo:
—¿Cómo sigue? Dice tu padre que está prácticamente bien.
—Sí. Ha sido un gran susto. Pero parece que se tranquilizan las cosas. Está descansando, se despertó y creo que sigue durmiendo de nuevo.
—Pues estupendo. Verás cómo en pocos días se olvida todo.
—Gracias Gabriel. ¿Quieres tomar algo? Un zumo, un refresco…
—Vale, una cola.
Cuando se dirigían a la cocina Gabriel iba mirando a María y le parecía toda hermosa. No es que en otras ocasiones no hubiera sentido similares sensaciones, pero en ese momento se habían intensificado. Experimentaba un deseo creciente de estar cerca de ella. La veía tan grácil, tan cariñosa, tan guapa… Llenaba todo su corazón.
—Toma. ¿Quieres hielo y limón?
—Atiendes mejor que en la cafetería. ¿No costará esto una pasta? No he traído dinero.
—Calla, tonto. Desde luego… Cuando te pones socarrón eres único.
Apareció Pedro por la cocina.
—Hola. Vengo a beber agua.
—Qué tal, Pedro.
—Bien; terminando el rollo de los deberes. Por cierto, vosotros sabéis cómo se puede cortar una cuerda con las tijeras y que siga quedando un solo trozo. Llevo un rato pensando, y hasta he practicado como dice nuestro profe, pero nada, no lo consigo.
—Pues yo no tengo ni idea. ¿No habrás cogido mal la pregunta? —dijo María.
—Espera un momento. Creo que sé hacerlo. Te voy a decir una cosa: a veces, es mejor empezar al revés. Tráete una de las cuerdas que has utilizado y verás.
Salió corriendo por los utensilios mientras María movía la cabeza indicando incredulidad, pero apreciando esa sutileza, esa velocidad de reacción y, sobre todo, la dulzura con que comunicaba las cosas. La respuesta, una sonrisa complaciente que le mostraba Gabriel; felicidad por poder ayudar a Pedro y, al mismo tiempo, sin él buscarlo, alardeaba delante de María, aunque no lo necesitaba.
—¡Toma, traigo varias! Ten las tijeras.
—Mira, si tú cortas la cuerda por aquí entonces salen dos trozos.
—Eso ya lo he hecho yo —dijo levemente decepcionado.
—¡Impaciente! Escucha lo que te dice —dijo María segura de su explicación.
—No pasa nada. Si hubiera estado unida por ahí, no habría dos trozos.
—¿Quieres decir que si cojo una cuerda en forma de collar…? Claro, así corto y ya está; ¡queda un solo trozo!
—Muy bien, Pedro. Eres un fenómeno —comentó Gabriel. El crío se fue tan contento y entusiasmado que creía que había hecho magia.
—¡Qué buena mano tienes con los críos!
—No. Lo que pasa es que me gusta ayudar a la gente. Te encuentras muy bien, pero en el fondo no lo hago por autosatisfacerme, es por ayudar. Si ves alegría a tu alrededor uno mismo está feliz.
—Un verdadero altruista, ¿no?
—Llámalo como quieras. Pero no me cuesta ningún esfuerzo. Es natural.
—Chico, me tendrás que dar la patente.
—Para qué. ¿No te basta conmigo?
—Ya, es por si me dan gato por liebre.
—No, mujer, yo no te defraudaría nunca. ¿Alguna vez te he fallado?
—No, nunca. ¡Y ni se te ocurra!
Se quedaron mirándose mutuamente a los ojos. Parecían una pareja de viejos amantes que recordaban en un segundo la vida que habían compartido. Un silencio tan preñado de alegría como el candor de un tierno beso. ¡Esas equívocas sonrisas! Ese deseo oculto bajo unos rostros embelesados. No lo digo con asco, pero me resultaba una estampa muy empalagosa.
—Tengo que irme.
—Bueno, te acompaño a la puerta. Quizá deberíamos probar a vernos sin que tenga que ocurrir nada malo.
—Sí, llevas razón. Como nos vemos en el instituto todos los días, pues parece que…
En ese momento salía Hugo del despacho y se encontró con ellos en el zaguán de la entrada.
—Adiós. Ya me voy. Me alegro de que todo haya sido un susto —dijo un poco cortado—. Salude a Rebeca de mi parte.
—Adiós —se quedó Hugo con el “gracias” entre los dientes. Estaba aprendiendo a cumplir su compromiso. Subió a ver a Rebeca.
—Parece ¿qué? —dijo María repitiendo las palabras de Gabriel cuando su padre se había alejado por las escaleras.
—El qué. No sé a qué te refieres.
Sí lo sabía, pero Hugo, sin estar al corriente, le había hecho un favor al aparecer en ese instante. Se hizo el despistado, no por mentir, sino porque no sabría explicarle a María, en ese momento, lo que en su interior sentía por ella a raudales.
—¡Anda, anda!, que tienes más rollo…
Ella apreció el intencionado silencio reflejado en el rostro sonrojado de Gabriel, la expresión de su vergüenza, pero tampoco se atrevió a romperlo.
—Hasta mañana, María. Nos vemos en clase.
—Sí. Oye, que es viernes. ¡Qué bien! Hasta mañana Gabriel.
Observó con deleite cómo caminaba alejándose del portal de la casa. Como Gabriel no había oído cerrarse la puerta, intuía que lo estaba mirando. Se puso un poco nervioso, casi hasta tropezarse, como si lo estuviesen fundiendo con la mirada. Por otro lado, estaba muy contento y orgulloso. Habían avanzado las relaciones con María, y notaba en su corazón que ella también le correspondía. Un día tendría que armarse de valor y decirle que la amaba.
La cuerda de Pedro vino a su memoria y la veía como una guirnalda que se iba embebiendo más y más alrededor de sus cuellos. Tanto, tanto los aproximaba que les incitaba a darse un beso en los labios. Tan real lo imaginaba, que sintió un escalofrío recorriéndole todo el cuerpo. En ese instante, escuchó cerrarse la puerta de la casa y, a la par, sintió abrirse un mundo de esperanza detrás de ella.
IX. Regulación en Mansa
El plan va viento en popa. Todo sigue según lo previsto. Llega el momento de multiplicar los efectos. Destrozar a la mayor cantidad posible de gente. Hugo debe hacer ver al consejo de administración de Mansa, del que es vicepresidente, que es urgente disminuir costes. Tiene que paralizar una fusión prevista con algún informe malintencionado; finalmente, debe provocar un drástico reajuste en la plantilla. En ese proyecto la única salida ha de ser despedir a trece trabajadores. Además, la minuciosidad del informe llega a ofrecer con claridad los puestos prescindibles: nombres y apellidos que deben ir a la calle. ¡Un ahorro de quinientos mil euros por año!, y sin perder productividad. Este plan tumbaría a cualquier otro que se barruntara en busca de viabilidad, no lo rechazaría nadie con dos dedos de conocimiento empresarial. La razón estaba clara: la empresa llevaba varios años sin obtener los beneficios de antaño. Los componentes habían evolucionado de forma vertiginosa, y era necesario desarrollar más técnica y tener menos personal. Al mismo tiempo, era fundamental tener en plantilla superespecialistas, que se venían contratando últimamente con cuentagotas.
La decisión no fue difícil de tomar. Todos votaron a favor menos un consejero que se abstuvo. Contra lo que pueda parecer, con ese gesto animó al resto, ya que su justificación era escrupulosamente sentimental. Dijo que económicamente hablando, el plan de regulación no tenía ningún pero.
Entre los trece trabajadores figuraba don Carlos Segura García, el padre de Gabriel.
La noticia en casa de Gabriel resultó como un tsunami. Removió las entrañas de toda la familia. No podían esperarlo. Llevaba muchos años en Mansa y se había hecho a la idea de que estaría en ella hasta la jubilación. Con cuarenta y cinco años y como estaba el mercado laboral, precisamente en esa franja de edad, se temía lo peor. Tampoco fue capaz de disimular su desesperación aunque lo intentaba. Le había penetrado tanto el dolor que no respiraba a pulmón lleno. La casa se le desmoronaba encima.
Estos damnificados empiezan a transmitir la maldad por doquier. Con su catastrófica situación y un empujoncito de mi parte, comienzan a reclutar mi ejército de guerrilleros: transformados en íncubos y súcubos inseminan el mal por toda la capa del planeta. Peleando para mí; bueno, para el Maligno. Mi insignia, don Hugo Sánchez Martínez.
Es cuestión de tentarlos con dinero fácil, chollos o chicharros bursátiles para que formalmente se impregnen de nuestra divisa. Un hierro que reposa candente en la sima más profunda del averno. Un 666 equilátero que huele a azufre y a carne quemada. Un olor que me estremece de placer y que perfumaba mis planes de éxito. ¡Parece que anda suelto Satanás!
El único de los trece que no me dejó trabajar fue Carlos. Tanta moralidad en su fuero interno me repelía como una barrera hecha de tela metálica electrificada. Cuando pienso en la cantidad de adversarios y en su calidad, me siento pequeño. ¡Menos mal que el Mal corre como un reguero de pólvora! Se extiende de manera exponencial con base trece. Por eso me faltaba un componente para completar la trecena primigenia de esta época: María.
Por dejar las cosas claras, quiero mencionar, que la insistencia en el trece no es del Maligno, ni de la mala suerte como se piensa. Desde el principio, en el plan divino, se dice que Jesús se acompañaría de doce apóstoles. Y que desde ese momento la salvación quedaba en manos de los seres humanos que se acercaran a las doctrinas y a los evangelios. Antes de la venida de Jesús, con la caída del Edén, teníamos otorgada la victoria nosotros: las tinieblas. La mácula de Eva y la aquiescencia de Adán habían sido nuestros mejores aliados. Todo sea dicho, tras un fenomenal trabajo del Maligno. Por eso Dios envió a su Hijo, para revertir la situación. Cada éxito que logramos lo convierte en un mayor fracaso. Por eso deduzco que se ríe de nosotros.
Pero Carlos alimentándose de su ofuscación, del mal trago que estaba padeciendo, no se conformó con arrebatarme mi decimotercer miembro. Después de unos días de encajar el golpe, ideó un estudio sobre el plan que había defendido Hugo en el consejo. Si todo estaba perdido, por lo menos que el despido fuese con una indemnización digna. Interpondría una demanda laboral a la empresa de su alma.
—Eva, te lo digo en serio. Me pagan hasta el último céntimo. Si no, los demando a Trabajo.
—No creo que os traten tan mal. Algunos lleváis muchos años.
—Mira, las cosas no están para tirar cohetes. Esto ha sido muy artificial. Ninguna empresa del ramo ha incrementado beneficios significativos en este quinquenio. No puede venir de esa hipótesis todo lo que se ha desencadenado después. Son ideas del siglo pasado. Que si la evolución técnica relega a la mano de obra, que si hay que contratar especialistas… Pues claro, es necesario contratar savia nueva que evolucione los sistemas y técnicas, pero para hacerlos convivir con los procesos anteriores, que modificándose buscan su optimización. Y no podrás negarme que la experiencia juega un papel crucial en la vida de una empresa.
—Te comprendo y te apoyo en lo que tú decidas. Técnicamente poco te puedo ofrecer, corazón; pero todo lo demás lo tienes. No te preocupes que la prensa seguirá la noticia.
—Además, el resto de afectados están como alelados. ¡Parece que les han hecho un favor! Solamente uno estaba casi en la jubilación. Pase que lo acoja de otra forma, pero a los demás, no los entiendo. Algo huele mal. Hasta la fusión, que parecía inminente, se ha abortado, cuando los informes indicaban, según nos decían, que era la oportunidad para adueñarnos del veinte por ciento de la cuota de mercado. ¡Eso es una millonada en facturación!
—Te repito que estoy contigo. Estúdialo y haz lo que creas conveniente.
Un garbanzo en el zapato empezaba a molestarme. Debía procurar que no fuera a mayores, pero mis armas tienen un límite. Si no hay tentación no puedo triunfar. Por ello, debo elegir muy bien a mis víctimas. Cada 666 años puedo forzar una situación, precipitar acontecimientos, concatenar circunstancias para provocar una decisión o un hecho. Esa carta ya la había jugado con el conductor de la furgoneta. La partida ya está en juego. Sólo me queda solucionar la adhesión de María para que los trece trabajen al unísono. Completar una auténtica piña de hermosa ponzoña.


CONTINUARÁ.....

2 comentarios :

  1. Anónimo6/7/11 15:05

    Este capítulo si es chulo Coral!!

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    1. Mireia Barajas Murillo22/3/12 20:00

      Coral,estoy muy enganchada a el Pacto,me encanta :)

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